Eduardo volvía del trabajo cansado, como de costumbre. Los días eran cortos, y la noche le sorprendía siempre saliendo de aquel repetitivo edificio. Llegaba a su casa tarde normalmente. Ese día no fue diferente.
Él vivía a las afueras de Madrid, en la quinta planta de un bloque de pisos. Era una de esas urbanizaciones construidas durante la industrialización de la ciudad para los obreros de la periferia. Cuando aparcó el coche, todavía había algunas personas disfrutando del fresco veraniego de la noche.
Tomó el ascensor. En el pequeño habitáculo, el traqueteo de la subida le provocó desasosiego; quizás se debiera a los deseos de llegar de una vez a su hogar. Una vez allí se dirigió a su dormitorio, dejando primero en el salón el maletín y el abrigo. En su habitación se quitó la ropa del trabajo, para ponerse cómodo.
En estas estaba cuando, al quitarse la camiseta, se dio la vuelta instintivamente, mirando hacia la ventana que daba afuera. Allí había una cara; una cara blanca, gélida. A Eduardo le dio un vuelco el corazón, dio varios pasos hacia atrás hasta golpearse con la puerta del armario. La cara seguía allí, y sus ojos le seguían sin ninguna expresión.
Eduardo entornó los ojos, sin podérselo creer. La cara no tenía cuello, ni ningún posible enlace con un cuerpo humano, pero el rostro parecía de hombre. Medio lleno de curiosidad y medio temeroso de aquel misterioso invitado, se movió de izquierda a derecha, esperando la reacción de la faz. Esta le seguía con los ojos, sin alterarse.
“Joder…”, masculló Eduardo. Acto seguido el pánico le invadió y salió precipitadamente de la habitación, e incluso de su casa, sin pararse a recoger las llaves. Una vez en el pasillo llamó a sus vecinos desesperadamente, gritando auxilio. Esa noche el terror le impidió dormir en su piso.
***
Habían pasado cuatro días desde que ocurrió, desde que vio la cara en la ventana de su habitación. Eduardo había debatido consigo mismo durante muchas horas quién había podido subirse hasta un quinto piso para observarle. No recordaba cómo vio esa cara, aunque no quería creer que estaba impresa en el vidrio, como si se tratara de un vaho denso y permanente.
Esos cuatro días los había pasado en casa de un amigo, que en un alarde de solidaridad se había compadecido de Eduardo, pero la solidaridad no es eterna, y menos en una sociedad injusta y egoísta. Esa tarde había podido salir antes del trabajo. Llegó a su casa temprano, con el sol aún rozando el tejado de los bloques cercanos.
Una vez entró en su piso no se atrevió a moverse del recibidor. Así estuvo durante unos minutos, hasta que en un arrebato de coraje fue a grandes pasos hacia su dormitorio, dirigiendo la mirada a la enigmática ventana… donde todo era normal. Eduardo respiró tranquilo, abandonó sus bártulos y fue al salón a descansar.
Tras la cena, intentó distraerse con la televisión, pero el panorama era tan patético que decidió marcharse a leer a la cama. Entró en la habitación, se puso el pijama y se metió en la cama, mirando de reojo a la ventana. Cogió un libro de su mesita de noche y comenzó a leer.
Llevaba varios minutos leyendo y el sueño le estaba venciendo, haciendo que sus ojos se cerrasen conforme avanzaba palabra a palabra. Decidió dejarlo por esa noche, cerró el libro, y la sangre se le heló en las venas. Allí estaba la cara, clavándole los ojos desde la ventana.
Esta vez la cara tenía los ojos muy abiertos, con una expresión ciertamente amenazante, o eso le parecía a Eduardo.
- ¿Quién eres? ¿Qué quieres?
La cara abrió aún más los ojos. La boca permanecía cerrada.
- ¡Responde cabrón!
No hubo respuesta, pero la consecuencia fue aún peor que cualquier palabra. La cara entrecerró los ojos y esbozó una amplia sonrisa, dibujándola lentamente, con una parsimonia que aterrorizó a Eduardo.
- ¡Hijo de p…!
Eduardo reaccionó iracundo, dándole una brutal patada a la ventana, haciéndola añicos. Los cristales le cortaron profundamente, bañándole el pie en sangre. Se arrancó algunos cristales, los que el dolor le permitió. Fue cojeando hasta la puerta, para ir a por el botiquín al cuarto de baño.
Al salir al pasillo de la casa, había una sombra en el recibidor. Parecía la sombra de una persona física. Eduardo estaba paralizado, ni siquiera la herida del pie parecía estar ya. Estuvieron así, observándose lentamente, durante varios segundos. La sombra permanecía inmóvil en la entrada, pero a Eduardo le daba la sensación de que avanzaba hacia él.
De improviso, la sombra se movió bruscamente, recortando la distancia entre ella y Eduardo. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, Eduardo reconoció la cara de la ventana en aquella sombra, que ya se definía como un hombre. Pero ahora la cara sí tenía expresión, una expresión violenta. Eduardo intentó retroceder hacia su cuarto, pero su pie herido le hizo caer al suelo.
Mientras aquella persona entraba en el dormitorio, Eduardo consiguió arrastrarse hasta los pies de la cama, aferrando un trozo puntiagudo de cristal para defenderse de aquella aparición.
***
La cotidianidad de la vida en aquel bloque de pisos se desgarró con un grito escalofriante, que resonó en cada rincón del edificio. Las cabezas comenzaron a asomarse por las puertas, interrogantes.
- Creo que viene del 5º C.
Se llamó a la policía nacional denunciando el hecho. Para cuando llegó un coche patrulla, los curiosos que se agolpaban frente a la puerta del piso en cuestión eran multitud. Los agentes de policía se abrieron camino, pidiendo calma y tranquilidad para que pudieran hacer su trabajo. Estos llamaron al 5º C, pero nadie respondió.
Derribaron la puerta de una patada, procediendo a la inspección de la casa. En el dormitorio exclamaron unas maldiciones. Allí había un hombre, de poco menos de treinta años, en pijama, con varias heridas en el pie, del cual aún manaba sangre. Pero el pijama se teñía de rojo por una herida aún mayor, un corte profundo que recorría la garganta de parte a parte.
Eduardo todavía aferraba el cristal puntiagudo, con tanta fuerza que se había lesionado la mano. En su cara se dibujaba una expresión que horrorizó a los policías, y a los curiosos vecinos que se atrevieron a entrar a hurtadillas en la habitación, donde cundió la histeria.
No se recogieron huellas, ni señales de asalto o agresión, más allá de la ventana rota, que parecía haber sido rota por la persona que apareció muerta. Se dictó que la víctima se había suicidado en extrañas circunstancias. El caso se archivó, y nunca más se volvió a saber nada de Eduardo Pérez Pinzón.