Le encesté un hachazo en la espalda, lo abrí como a un río y lo dejé derramarse sobre los anillos de un árbol tajado que miraba al cielo... El metal era el perfecto cobijo del invierno, por eso lo llevaba en mis manos aquel día que el asunto me acompañaba. Así, con las manos llenas de árboles incendiados, entré en la casa... y busqué la causa desesperado. La droga aflojaba mis talones que dejaban un surco arrepentido detrás de mí.
La vi y la clave la mirada, ella sabía.
La violé con furia flotando sobre la sangre que me apretaba el puño y me clavaba las uñas. La mordí como a una botella rota, le corté las orejas para que mi voz sea eterna en sus oídos...
La dejé parirme. Para renacer y olvidar toda la miseria que puede arrastrar una vida.
Cuando hube renacido, me disculpé con el hacha que yacía muerta sobre mi abuelo. Mi padre expiraba... con trozos de oreja en la boca recordándome que fue el silencio quien me engendró, me contemplaba desde su muerte, feliz... y mi madre se ahogaba con mi placenta en la boca