UNA mañana vinieron. Era diciembre. Persistente, caía una helada y tupida llovizna. La neblina envolvía con su gruesa capa los árboles, las casas... todo era fantasmal. Un extraño frío se metía entre mis ropas, como un mendigo en busca de calor.
Ignoro cómo lograron entrar hasta mi habitación; no me sorprendió mucho su presencia, pero sí su estado deplorable. Al contemplarlos, creí vislumbrar en sus miradas un destello familiar.
En el aire flotó algo misterioso, que me erizó la piel.
Nadie habló una palabra, pero adiviné de inmediato qué los trajo. Entonces apagué el televisor, recogí mis libros y me abrigué con el suéter raído del diario; me encaminé a la reja, siguiéndolos. Salimos juntos en silencio y nos alejamos de la casa lentamente.
¿Hacia dónde? No lo supe en ese instante, porque nunca se sabe hacia dónde se dirigen los muertos.
ELOINA HERNÁNDEZ PÉREZ
Pertenece al libro “El espejo roto y otros cuentos”
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