EL ANCIANO QUE COLECCIONABA SELLOS
Esta mañana, el abuelo eligió la silla junto a la ventana que daba al patio interior de la casa. El jarro de metal humea en sus curtidas manos. Hay un periódico sobre la mesa, que no leerá y un vaso de agua junto a la bolsita de los medicamentos.
Como de costumbre toma el primer sorbo junto a las dos pastillas amarillas y luego las dos anaranjadas.
-Qué desagradables- dice para sí.
La mirada extraviada pasea sobre el periódico y escapa por la ventana.
Recuerda que aún no fue al baño, toma el bastón, se apoya y camina lentamente afirmándose contra la pared. Al llegar descansa en el respaldo de una silla. Enciende la luz y se mira al espejo.
-Sí, efectivamente los ojos se van derritiendo a medida que envejecemos, parece que estoy llorando- piensa.
Busca su dentadura dentro del vaso, se la coloca, gesticula una sonrisa.
-Ya estamos guapos- se dice.
Se dirige al sofá, piensa encender la televisión y distraerse, luego colocará la silla de siempre en el balcón y mirará pasar la gente por la calle. Alguien lo saludará y cruzarán algunas palabras. Al mediodía dará el paseo, aunque no le guste, por las mismas calles que caminaba con Doña Ana, su difunta esposa. A la tarde, continuará clasificando los sellos de su gran colección. Son demasiado valiosos para dejarse morir sin hacer algo con ellos. Pretendía donarlos al museo del pueblo, así se conservarían y quizás alguien algún día haría algo con ellos.
Se sienta en el sofá, enciende la televisión y al cabo de unos minutos el timbre del teléfono lo despierta. No quiere atender, con sus dificultades al caminar demoraría demasiado. Pero quien llama vuelve a intentar y esta vez deja sonar un largo rato. Tras la persistencia se levanta con dificultad y unos pasos del teléfono, éste deja de sonar.
-Siempre lo mismo -balbucea entre dientes- lo voy a desconectar.
Sentado en el pequeño banco, busca la ficha de la conexión en la pared. Intenta desprenderla con un pequeño tirón, pero no resulta. Encuentra la pequeña tapa, la presiona y tira, pero un instante antes de desprenderse, suena.
-¡Alguien llama!- . Inmediatamente vuelve a colocar el cable dentro de la ficha.
Hay un pequeño silencio y el segundo timbrazo hace vibrar al teléfono sobre la mesita. Coge el tubo y pregunta:
-¿Sí?
-Hola Seba. ¿Qué haces que todavía no viniste?- dice la voz del otro lado.
-¿Cómo? ¿Quién habla? No la oigo bien, hable más fuerte por favor.
-¡Soy yo! Te estoy esperando en la esquina de la plaza, hoy es viernes. No te habrás olvidado ¿No?
-¿Olvidar qué...? ¿Quién es...?.
-¡Anita! Seba, soy yo Anita, me extraña que no me reconozcas. ¿Vas a venir? Porque sino me voy sola.
Entonces el anciano hace una pausa y...
-Ayy... ¿Ana? Anita no puede ser...-dice entrecortado.
-¡Seba! En el cole me dijiste que íbamos a hablar ¡Pero mira la hora que es! Bueno, yo te espero diez minutos más y me voy.
El anciano tiembla ante la voz de aquella chiquilla, unas lágrimas recorren las arrugadas y secas mejillas.
-Es usted una sinvergüenza, señorita, no es nada graciosos lo que hace- y corta.
Se aleja de la mesita y se dirige al sofá, antes de sentarse ve los polvorientos portarretratos sobre la cómoda, se acerca y los mira. Entre las viejas fotografías están las de sus padres cuando eran jóvenes, la de los nietos cuando aún eran bebés y ahí está él, con Ana y su guardapolvo blanco del colegio, en la plaza.
-¡Qué jóvenes éramos!- piensa -Teníamos toda la vida por delante.
Acaricia la fotografía. Con los ojos aguados se dirige lentamente al balcón, saca la silla, se sienta y contempla la gente pasar por la calle. En ese momento vuelve a sonar el teléfono, se levanta nervioso, un tanto apresurado.
-¿Hola? Contesta agitado al llegar.
-Hola Seba, soy yo otra vez, ya pasaron diez minutos.
-Pero... ¿Quién es, quien habla? -pregunta el anciano.
-Seba, por favor, no me dejes así, al menos ven, dime lo que sea, yo te voy a entender, pero no me dejes sin ninguna respuesta.
El anciano, confuso y angustiado intenta comprender lo que está sucediendo, pero al final pregunta desanimado:
-¿Qué edad tienes jovencita?
-¡Vamos Seba! ¿Por qué me preguntas eso? Sabes perfectamente cuántos años tengo. Voy a cuarto, igual que tú. ¿Entonces venís o no?
-Pero... es tarde...- Duda el anciano.
-¿Están tus padres en casa?- La voz hace un silencio y agrega -¿O seguís saliendo con esa tonta de tercero?
-Ho, no, no -Se apresura a responder - con ella ya...
-Te amo Sebastián y sólo te pido que vengas a darme una respuesta. Me lo prometiste.
El anciano echa a llorar desconsoladamente.
-¿Por qué me hace esto? - Pregunta dolido. El tubo se la cae de la mano.
Anochece... Clasifica uno a uno los sellos, mirándolos detenidamente a través de la lupa. Ha estado recordando cosas del pasado, hace tanto que no lo hacía. Suena el teléfono y el anciano se sobresalta. Duda. El teléfono no deja de sonar, es insistente. Finalmente atiende y la voz le dice:
-Está bien Seba, no viniste. Me dejaste sola en la plaza, y no me acompañaste a casa como todos los días. Dime: ¿Qué pasa? ¿Por qué no viniste?
El anciano apenas logra contenerse.
-Es que usted no entiende -dice abatido- Usted busca a un niño y yo...
-¡Sebastián!- dice la voz- nada de eso me importa. Confía en mí y sólo ven a verme. Estoy en casa, sólo ven.
El anciano duda unos instantes, sus pensamientos se mezclan. Mira las amarillentas fotografías, la silla del balcón, el sofá con la huella de tantos años, los cuadernos plastificados de los sellos sobre la mesa, la vieja lupa, el bastón, la mesita del teléfono. Todo ajado e inerte como él mismo... Su mano desciende y se afloja en el tubo. Sonrisas y gestos se esbozan alternadamente en su rostro. Viaja velozmente entre los apiñados y caóticos recuerdos. Acosado ahora por sentimientos que creía olvidados y renacidos sabores que inundan sus carnes. Piensa en los años que le restan, en el balcón y la silla..., en los sellos...., en los paseos del mediodía y... De repente algo ocurre en su interior.
Tenebroso, ahora, de perder la comunicación se aferra al tubo y lo vuelve a levantar.
-Está bien -dice al fin -espérame donde siempre- y cuelga.
Se dirige a la habitación, se cambia de ropa, se pone la mejor camisa, la que le regaló su madre en su cumpleaños, un abrigo encima, los zapatos nuevos, y vuela escaleras abajo.
Al llegar a la puerta de entrada una voz intenta detenerlo:
-¿A dónde vas, Sebi? Ya es algo tarde ¿No crees?
-No para mí Mamá... - Grita desde el zaguán.
Abre la puerta y se pierde en la noche.